Los años no pueden ser abolidos. Vienen para quedarse, no podemos deshacernos de ellos, y se acumulan en el cuerpo, en el alma y en el corazón. Aunque también en la cabeza. A medida que se acumulan nos hacen sentir los cambios más drásticamente y, por ende, nos hacen notar más las diferencias que existen entre la realidad de hoy y la que añoramos.
Así también nos hacen comprender y aprender muchas cosas; es como si fueran cambiándonos la ubicación desde la que vivimos la vida, o desde la cual la vemos. Se mezclan el pasado y el presente.
Los años nos envuelven y nos trasladan; entonces, desde otro lugar, nos vemos a nosotros mismos haciendo cosas que ya no haríamos –por temor o desinterés- o que ni imaginaríamos hacer; pero que sin embargo antes las hacíamos. ¿Por qué? Es tan inevitable la mutación, el crecimiento, el traslado. Cada vez más cosas nos van resultando ajenas: los rostros, los nombres, las voces, las almas… Todo cambia a nuestro alrededor, ¿por qué habríamos de ser los únicos inmutables frente al paso de los años?
Pensamos y miramos nuestro entorno, vemos a los que están más adelante y a los que vienen detrás; pero es difícil animarse a observar a quienes están en nuestra línea, sentimos miedo de vernos reflejados.
Así pasan los años y mi soledad adquiere significado. ¿Cuál? Tal vez, el de aprender a convivir con uno mismo, quizá saber que la búsqueda interna por encontrarse unívocamente no termina nunca o puede ser que no sea nada…
Pero está ahí, siempre pendiente… de mí.
Julio, 24
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